En
los años 80 y 90 se desarrolló en Andalucía la llamada Reforma Psiquiátrica.
Inspirada en las corrientes iniciadas en los 60 por los antipsiquiatras, la
psiquiatría social anglosajona y, posteriormente, su versión italiana liderada
por Basaglia, los reformadores andaluces hicieron la loable labor de cerrar los
manicomios y dignificar la asistencia psiquiátrica. Se pararon, no obstante, en
el límite de su ideología necesariamente naïve, y, a mediados de los 90, la
reforma se detuvo y se dio por finalizada. Ahí la salud mental empezó a ser mal
guiada por burócratas oportunistas que, cacareando los ideales y bondades
reformistas, han vivido de un posturismo pseudoestético letal para la vida del
enfermo mental, dejando no pocos cabos sueltos que podrían haberse cubierto con
la monitorización de los recursos que se dotaron. Es más, no se ha tocado ni
testado la efectividad de la red de salud mental en 25 años.
La
realidad es que la falla resultante en el cuidado y bienestar del enfermo
mental no tiene parangón en ningún sistema sanitario provisto de los medios de
los que gozan los servicios de Salud Mental del SAS. Dicho en corto, hay
recursos excesivos para servicios que no funcionan y ausencia de recursos en
las áreas en las que se necesita. Mi propuesta aquí se centra en el futuro y
tiene como ventaja el adaptarse a lo que hay para optimizarlo y servir, así,
mejor al enfermo mental. Es con este ánimo, el de ayudar, con el que emito mi esquema
para una nueva reforma de la salud mental en Andalucía. Aparte de las
necesidades en la salud mental en atención primaria, en los enfermos con
patología dual, en los olvidadas personas con discapacidad intelectual y en el
creciente monto de pacientes psicogeriátricos, nos centraremos, para empezar, en
los pacientes con trastorno mental grave (TMG).
En el
cuidado de pacientes con TMG existen múltiples frentes y carencias sobre las que
se debe actuar. No está resuelto qué se hace con los muchos pacientes que
tienen unos altos niveles de dependencia dada la incapacidad y cronicidad. El
sistema provee una red de residencias de orientación social, no sanitaria, que
son gestionadas por la fundación FAISEM. Los pacientes con plaza en FAISEM
pagan parte de su pensión para costear los servicios residenciales y acuden,
paralelamente, a los servicios sanitarios de salud mental de su zona. Es un
sistema relativamente aceptable para aquellos que tienen acceso a una plaza
que, sistemáticamente, por la propia filosofía de FAISEM, son los pacientes
relativamente estables y voluntarios. Sin embargo, dada la propia falta de
conciencia de enfermedad de las personas con TMG, los pacientes más graves no
acceden a las normas de FAISEM y por tanto no se les ofrece nada. Los servicios
sociales, directamente, no tienen programas específicos para trastorno mental, dado que asumen que esta necesidad la cubre FAISEM que, no obstante, no llega a
los más necesitados, es decir, aquellos con menor insight en su problema. Por
otra parte, el sistema sanitario tiene, como única alternativa, las mal
llamadas Comunidades Terapéuticas (CTs) que han devenido en mini-manicomios en
los que algunos (muy pocos) de estos pacientes residen durante años de forma
involuntaria y, no infrecuentemente, sufriendo el rigor de una medicalización excesiva.
No existen en Andalucía unidades de larga estancia orientadas a un
mantenimiento y rehabilitación socio-sanitaria para pacientes TMG que no
acceden a una plaza en una comunidad terapéutica, o que no necesitan de la
intensidad medicalizante de los cuidados sanitarios de las CTs, o aquellos que no obtienen, o a quienes le son insuficientes,
los cuidados sociales de las residencias de FAISEM.
Existen,
a mi entender, varias soluciones organizativas, costeables con mínimo gasto
adicional por parte del erario público y que yo he podido comprobar en
funcionamiento en otros países u otras regiones españolas. Así propongo: 1)
Redefinir el rol y los objetivos de FAISEM para incluir alguna residencia
específica que pueda acoger a pacientes con necesidades mixtas
socio-sanitarias; 2) Redefinir el rol y los objetivos de las CTs para que
ejerzan de unidades de media estancia orientadas a la recuperación y la
rehabilitación, acortando su estancia media a un año y aumentando su número de
plazas, algo que se debe poder asumir con las ratios de personal de que
disponen; 3) Concertar plazas socio-sanitarias con entidades sin ánimo de lucro,
monitorizando los niveles de calidad de cuidados requeridos, bajo el control de
las Unidades de Gestión Clínica y con personal mixto SAS/entidad concertada; 4)
Reformar las Unidades de Rehabilitación de Salud Mental (URSMs, una suerte de
centro de día para aquellos que pueden acudir a ellas) en una línea más
productiva de ayuda orientada a la monitorización domiciliaria de pacientes que
han quedado a caballo, y a descubierto, entre FAISEM y las CTs. De hecho, para
los fanáticos del "todo público" (pese a la mayor coste-eficiencia para
el paciente de lo mixto), una alternativa al punto 3 es expandir las URSMs a
que incluyan servicios residenciales socio-sanitarios. No se debe desdeñar
tampoco la creciente aportación que, desde instituciones tipo asociación de
pacientes y familiares (experiencias peer-to-peer, co-responsabilidad
psicoeducativa familiar, etc.), se está haciendo a la mejora de los cuidados de
pacientes TMGs.
En
definitiva, los servicios sociales y sanitarios, los unos por los otros, dejan la
casa sin barrer: han obviado la necesidad socio-sanitaria, han estado centrados
en su propio ombliguismo de inoperatividad y se anclaron en un irresponsable statu quo anquilosante para la utilidad
de todo el sistema. Lo más importante de las propuestas realizadas es que
requieren poco gasto adicional, casi sólo redistribución y optimización de
recursos. Presumo que con ellas serviríamos mejor a nuestra población de
pacientes TMGs, incluso aunque implicara reorientar los servicios al usuario,
no tanto a la comodidad y estatismo de los profesionales. Los reformistas de
los 80 y sus seguidores en formato coros y danzas de los 90 y posterior, se
pusieron de lado y pensaron que la solución a la enfermedad mental, al menos
para ellos, era negarla. Esto no ha ayudado mucho a los pacientes ni sus
familias pero sí ha favorecido la digestión del problema a los profesionales
que, al no verlo en sus despachos, pensaban que no había problema.
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